+ "¡No sean ojetes, ayúdenme, por favor, que el barco se hunde y me muero"!
+ "Los gritos se ahogaron y con ellos la mitad de la tripulación"
Daniela Rea Gómez
Octubre 2004
Yo no creía en Dios. Nunca, hasta ese día, lo había visto y mucho menos necesitado. Frente a las olas de 25 metros de altura que sacudían el buque Tuxpan como cáscara de nuez, junto a un amigo que se detenía estupefacto arrobado por la tormenta, le imploraba de rodillas a Dios. Pedía que fuera salvado.
Después, en mí, vino la calma. Afuera el mar seguía revolviéndonos con los vientos de 140 kilómetros por hora en la oscuridad eterna, azotándonos, demostrándonos que no somos nada, pero yo estaba tranquilo y la paz me permitió actuar.
El día en que naufragué junto con otros 28 compañeros del buque Tuxpan en el golfo de México, le rogué a Dios una chance para seguir viviendo y aquí estoy, haciendo mi vida de recuerdos porque ya no me queda más.
Un miércoles zarpamos de Poin Port, Texas a las 11 de la mañana sin ninguna novedad rumbo Veracruz cargados con 5600 toneladas de lúmina y briqueta y 29 de tripulación.
El tiempo era perfecto y ninguno pensó que la tragedia se escondía. A media tarde el telegrafista del barco recibió el aviso de un norte de 45 kilómetros por hora que se colaba por el Golfo de México, nada fuera de lo normal.
DÍA UNO, PREMONICIÓN
Por la madrugada del jueves 20, el soplar se intensificó y todo trabajo en el buque quedó suspendido, la tripulación tenía que estar alerta ante la marejada. Tambaleantes sin posibilidad de ver algo, no había mucho por hacer más que esperar.
Conforme iba avanzando el día, la certeza de ser insignificante y de perder el control ser concretaba al grado que los 29 tripulantes (entre los que se encontraban la esposa y la hija del capitán) tuvimos que amarrarnos a la nave, a las camas, eran ya las 6 de la tarde y el barco se escoró (se inclinó) 6 grados perdiendo estabilidad.
Yo era el único tripulante alerta. Desde que los nortes comenzaron subía y bajaba por el buque preguntando lo que sucedía, alertando a los demás de que esto no era normal, por miedo, falta de experiencia.
Me mandaron a dormir como si fuera un niño espantado a media noche. "Ha habido nortes peores y no pasa nada" me decía el Chicharrín.
DÍA DOS: LA CATÁSTROFE
El viernes a la una de la madrugada el capitán reconoció que la situación nos superaba. El viento corría hacia nosotros y nos empujaba por la popa chicoteándonos en una lluvia intensa. Fue cuando decidió maniobrar hacia capa, es decir, ponernos a contracorriente para más protección.
El niño Mariano, timonel, colocaba la nave a contracorriente y antes de lograrlo una ola burra de 15 metros nos regresó a la posición original.
El puente era el único lugar en alerta, el resto de la tripulación dormía o pretendía mantener la calma como si estúpidamente fuéramos capaces de controlar la violencia del mar. Como si quisiéramos que nos perdonara de algo.
Me vestí, me puse un pantalón y un suéter y me amarré un chaleco salvavidas, esperando lo que pudiera pasar.
"Capitán, yo creo que nos vamos a hundir". "No Barrán, como crees, tranquilízate que no pasa nada", fue su respuesta. Pero las olas de 25 metros de altura que levantaban al buque de 125 metros de largo eran más convincentes que las palabras de quien se supone controlaba el mar.
Eran las dos de la mañana. Los marinos seguían dormidos y a mi no me quedó otra que buscar a Crispín Arellano en la cocina y ahí estaba el hombre con sus sesenta y tantos años encima. "Si llega a pasar algo súbase inmediatamente". "No Barrán, no pasa nada, y si pasa sálvate tú que estás joven". Fue la última vez que lo vi.
Caudales de agua nos despojaban del barco, brotaba por las coladeras, los lavabos e inodoros y en los camarotes el nivel subió hasta un metro. Solo entonces la tripulación reconoció estar en una situación de alerta.
Salí a cubierta movido por la desesperación de no saber qué hacer y ahí estaba el Pilotín, un muchacho de 20 años en su primer viaje. Mis gritos y advertencias parecían no importarle, él solo veía el infinito del océano.
"Qué bonito se ve esto, qué bonito". El Pilotín murió. Ahora pienso que decía aquellas palabras porque sabía que eran sus últimos minutos.
No pude soportar el golpe de la tormenta en mi cuerpo y bajé a resguardarme a un pasillo. Estaba cansado, incrédulo y con mucho miedo. Yo no soy religioso, ni siquiera creía en Dios, pero en esa ocasión le pedí que no me dejara morir, que me diera chance de seguir viviendo, no soy muy buena persona, pero dame chance, y si tu voluntad es que me muera hoy, dame chance de que sea rápido y en tranquilidad.
Vino entonces una calma para mi muy chingona y aunque afuera los vientos agitaban la nave, estremecían la tierra y nos revolcaban como si fuéramos una pluma, sentí paz. En ese momento pude pensar y empecé a quitar las trancas de los botes salvavidas.
Apenas eran las 5 y media de la mañana del mismo viernes. Belchis, el primer oficial bajó a los camarotes y despertó a la gente, no querían hacer caso.
El capitán nunca perdió la calma, él sabía la gravedad del asunto, pero no podía apechugarse ni mostrar miedo. Sé, que por nosotros nunca se doblegó. Ni siquiera cuando la situación de naufragio era inevitable. Sólo pidió un salvavidas para su hija, la cargó en sus brazos y tomó a su esposa de la mano y caminaron hacia proa. Una ola enorme barrió con todos y nunca más los volvimos a ver.
Los demás insistíamos en ganarle la batalla al mar, pero éramos tan minúsculos que cualquier intento era ridículo, Belchis animoso, nos insistía en que sacáramos el agua del barco, nomás para no dejar, para no morir sin resistencia.
La chicharra comenzó a sonar entre el rugir del mar, lo que significaba el abandono del buque, para ese entonces, convertido en un hormiguero recién pisado y nosotros en insectos nerviosos que corríamos sin saber a dónde ni porqué.
En ese andar desordenado me topé con Vicente Rangel Caballero, primer oficial, y le dije "ahora sí, llegó la hora", nos fuimos a popa y buscamos la balsa para 8 personas. Instantes después apareció entre la tormenta Eligio pero, ni los tres juntos pudimos desprenderla.
La mayoría nos encontrábamos en cubierta porque era ya imposible permanecer dentro del barco, cuando un camarero subió de prisa para saltar hacia el mar, pero se resbaló y la duja de cabos le cayó encima: "No sean ojetes, ayúdenme, ayúdenme por favor, -nos suplicaba- no sean culeros que me muero". Murió aplastado y se fue al fondo del mar atado al buque.
Nadie pudo hacer nada, ni siquiera lo intentamos porque el barco estaba ya en pique. Nosotros no teníamos preparación para ese tipo de emergencias, nunca imaginamos un mar tan enojado pero no podíamos detenernos a pensar en lo que no hicimos, entonces inflé de prisa la lancha y la aventamos al mar.
Yo fui el primero en tirarme y una vez adentro me atoré a las guirnaldas. El cuerpo se me trabó y no podía ni respirar, pero sabía que estaba a salvo. Eligio fue el segundo en aventarse, luego el niño Mariano, Próspero García, El Chino y ya al final Vicente Rancel Caballero.
Todos nos creíamos a salvo pero de repente sentimos como el mar nos succionaba, no habíamos zafado la lancha del buque, tomé un chuchillo que llevaba el Chino y la destrincamos, inmediatamente salimos disparados y a lo lejos vimos como se perdió en el mar, cómo poco a poco se fue adentrando en esa oscuridad inmensa con la gente en cubierta brincando, tratando de prenderse el palo más alto para no hundirse, se agarraban con los gritos, pero las olas no perdonaron y arrasaron con todos.
Cuando el barco se hundió por completo el mar comenzó a hervir y de repente ya no oímos más. Los gritos se ahogaron y con ellos la mitad de la tripulación. El viento seguía dándonos trancazos y cachetadas. Aún estaba oscuro.
Eran ya las 5:55 de la madrugada del viernes 21 de diciembre de 1975, en el buque Tuxpan, que había zarpado de Poin Port Texas, y a las 6:10 no quedó nada del barco, todo fue en instantes tramposos.
Ese viernes no amaneció.
LA DESESPERACION DE SABERNOS VIVOS
Durante más de tres horas nos quedamos inmóviles, los seis mirándonos unos a otros tratando de reconocer que éramos, de repente uno empezó a llorar y seguimos todos en reacción, electrizados. Lloramos mucho, nos desesperamos, gritamos pensando que quizás hubiera sido mejor estar muertos.
Para evitar más desastres, tomé el cuchillo y le dije a Mariano: "Si alguno se aloca le damos cuchillo y fondo, porque no por uno nos iremos todos".
Nadie dijo nada, no había nada que decir.
El resto del viernes siguió la mar agitada con sus olas inmensas que nos envolvían y nos daban apenas una oportunidad de respirar para volver a hundirnos. En los ratos que podíamos, tratábamos de indagar quién se había salvado además de nosotros. El sábado en la madrugada el viento se cansó.
Cuando salió el sol, pudimos ver algunas partes del barco flotando a la deriva y entre la basura, los cuerpos de nuestros compañeros mordisqueados por los animales, devorados sin poder arrancarlos de sus dientes, mutilados, inflados, el rostro de quienes horas antes nos habían gritado auxilio.
Fue entonces cuando reaccionamos de lo que había pasado.
¿Qué es un hombre mirando ocurrir las cosas desde antes, con presentimientos que pasan orando entre las olas, gozando del privilegio de estar vivo? ¿Qué es un hombre cuando el mar y el destino lo reducen a la impotencia? ¿Cuando decide ponerse en manos de Dios para sobrevivir a la desesperación? ¿qué soy cuando mis amigos murieron sin nada que yo pudiera hacer?
Vivir hasta hoy con eso. ¿Puedo vivir con eso? No.
Pero a pesar de todo sabíamos que estábamos vivos y que era por algo. Lo más sencillo para motivarnos fue empezar a comer. Teníamos galletas y agua en la balsa de rescate; dormíamos un rato mientras otros nos vigilaban; nos terminamos todas las luces de bengala maravillados por su color.
De repente Mariano y yo comenzamos a sentir algo moverse debajo de nosotros. El Chino lo sintió también y preguntó de qué se trataba. Algo nos acariciaba y nos estremecía hasta dejarnos sin habla. Eran tiburones pero no queríamos alertar a los demás, entonces mentimos diciendo que era el mover de las olas. La mitad de la tarde del sábado nos la pasamos inmóviles y sin respirar para no atraer a los animales.
EL RESCATE
El domingo por la mañana vimos a lo lejos del horizonte el Pico de Orizaba y tres lanchas más de compañeros.
En una estaba el Manchado, él solo en una con capacidad para 24 personas, se estaba muriendo porque los 3 días que duramos en altamar se la pasó acurrucado en una orilla de la lancha, sin comer ni tomar agua, llorando, orinando.
En otra de madera el Panucho, la lancha estaba volteada y él acostado sobre la base amarrado del pie. Nos contó que el tiempo de la tormenta el mar lo hundía y lo golpeaba contra el bote y que sobrevivió gracias a la pierna amarrada, pero los días expuestos al sol y sal le quebraron la piel en cachitos.
La tercera lancha para 24 personas tenía a 4 tripulantes.
El lunes un barco ruso nos vió y avisó a la Marina. Hora y media después, el buque P-02 de la Armada ya estaba por nosotros. A esas alturas nadie reaccionó, no nos quedaba vida para tanto, nomás sentimos cómo se nos quitaba la pesadez de la muerte, nos sentimos chingones.
Apestábamos, a orines y vomitada. Nunca defecamos pero cómo olíamos feo porque todas las necesidades las hacíamos adentro de la lancha los 6 tripulantes. Y nos rescataron justo a tiempo, justo cuando empezaban los pleitos por la comida, por la sobre vivencia.
Sólo encontraron un cadáver de los 17 muertos.
VIVIR DE RECUERDOS
Los días en altamar en lo único que pensaba era que mi esposa estaba a punto de ser operada y en que no pude salvar a mis compañeros. Dos años tuve que estar en terapia psicológica, me volví sonámbulo, hablaba con el Belchis sin saber que estaba muerto. Después del rescate nunca nadie volvió a buscarse.
Unos se hicieron músicos, otro es camionero, otro se metió a trabajar a las plataformas y yo terminé de ruletero. Hace unos días nos encontramos pero nadie mencionó el asunto, es algo que nos cansa aunque hayan pasado ya 28 años, porque no se olvida, no se esfuman los rostros suplicantes, las manos hundiéndose en el mar antes de que yo las pudiera sostener, no me deja en paz la agitación del mar ni un solo día.
No puedo olvidar las caras de los familiares que nos fueron a buscar al hospital dos días después del rescate preguntándonos por fulanito. ¿Qué les decía yo? ¿Qué vi como lo devoraban los animales? ¿Qué escuché como le gritaba a Dios que lo salvara? No pude, no puedo. En esos momentos tomé decisiones demasiado egoístas y amargas que no se quitan en toda la vida.
Hace 28 años le pedí a Dios chance de seguir viviendo pero cuando uno llega a viejo ya no encuentra de dónde agarrarse. No se puede vivir de recuerdos, pero sin recuerdos no puedo vivir. Es lo único que me queda.
lunes, 16 de abril de 2007
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